A tenor del célebre libro de su amigo Jorge Luis Borges, publicado en 1954, en el que reunía una insólita suma de seres imaginarios, Juan Rodolfo Wilcock nos presenta aquí un manual, no menos fabuloso, de textos breves, aunque ceñido a códigos totalmente distintos: los monstruos de Wilcock siempre se contemplan con una traviesa sonrisa en los labios, que a veces desemboca en carcajada. Heredero directo del último Flaubert y de Kafka, sus criaturas corresponden al reino exclusivo del humor negro y la ironía feroz. Así, ya tengan todo el cuerpo recubierto de espejitos, como Anastomos, o de largas plumas blancas, como el arquitecto Mano Lasso; padezcan la no menos incómoda peculiaridad de contar con tres piernas y tres bocas, como el poeta Eher Sugarno; o soporten, como el asistente social Ilio Collio, unas tetillas de las que mana una especie de aceite espeso que vuelve su cuerpo extremadamente resbaladizo..., todo este estrafalario compendio de singularidad física no redime a ninguno de los personajes de la trivialidad cotidiana en la que tan a menudo se mueve la condición del ser humano. No importa la circunstancia, el absurdo siempre impone su terca ley; así, el veterinario Lurio Tontino viaja sin rumbo por el cosmos convertido en asteroide, o el doctor en letras Ugo Panda, cuyo cerebro es del tamaño de una avellana, compone canciones tan celebradas como ininteligibles.
Nacido en Buenos Aires en 1919, Juan Rodolfo Wilcock fue, como le definió una vez Bioy Casares, toda una constelación, pues cultivó con extraña originalidad y maestría todos los géneros literarios: la poesía; esporádicamente, el teatro; el ensayo y la crítica (escribía algunos artículos con pseudónimo, para polemizar consigo mismo en el mismo periódico y «sacarse la piel a tiras»). Pero, por encima de todo, fue en la prosa breve en donde alcanzó, como Marcel Schwob, su plenitud literaria, con un incomparable sentido de la ironía.
También cabe destacar su abundante, variada y notable labor como traductor, con más de cuarenta libros, primero al español (Kerouac, T. S. Eliot, Marlowe, Kafka, Buzzati, entre otros) y más tarde, a partir de 1958 –año en que se traslada a Italia huyendo del peronismo–, con sus traducciones para las más prestigiosas editoriales transalpinas, nada menos que de Shakespeare, Flaubert, Joyce, Beckett o Borges, de quien fue amigo cercano en su etapa bonaerense. Así, se reinventa y en poco tiempo pasa a ser una de las figuras más originales de las letras italianas, apreciada por Moravia, Calvino y su posterior editor Roberto Calasso. En 1964, Pasolini le propone interpretar el papel de Caifás en su película El Evangelio según san Mateo, y Wilcock acepta, consumando así otra faceta más de su poliédrica vida, cuyo telón cayó definitivamente en 1978.