El periodista argentino Pablo Suero desembarcó a finales de 1935 en la España febril que aguardaba entre soflamas y ansiedades las elecciones de febrero sin aceptar del todo que estaba también afilando los cuchillos del matadero. (Eso, por supuesto, lo vemos nosotros, profetas irrisorios que dispone...
El periodista argentino Pablo Suero desembarcó a finales de 1935 en la España febril que aguardaba entre soflamas y ansiedades las elecciones de febrero sin aceptar del todo que estaba también afilando los cuchillos del matadero. (Eso, por supuesto, lo vemos nosotros, profetas irrisorios que disponemos de aquel futuro para contemplarlo como contemplamos el destino inexorable de las malas novelas.) Durante los meses siguientes enviaría a su periódico una serie de crónicas donde dibujaba con esmerada prosa el aire de las calles, el humo de los cafés y, por encima de todo, el agridulce sabor de las palabras. Aunque ya entonces silbaban algunas balas, las palabras eran aún la materia prima de casi todos los estragos: hoy, setenta años después y con aquel futuro a nuestras espaldas, estremece oírlas en arengas, grandilocuencias o necedades, pero también conmueven como dardos melancólicos cuando tejen bromas, chascarrillos, habladurías, envidias o pequeños rencores ahora oxidados. Suero conversó, y en muchos casos fraternizó, con la crema política e intelectual madrileña de la época, dio cumplida cuenta de sus conversaciones en los artículos que mandaba a Buenos Aires y, cuando terminaba el año, recopiló esos textos en un volumen cuyo título pregonaba a los cuatro vientos la postura del autor frente a la contienda ya iniciada. Para esas fechas, varios de sus interlocutores o actores secundarios habían sido baleados por la justicia reinante: el elocuente y vigoroso Calvo Sotelo, a quien vemos impartiendo doctrina a punto de convertirse en protomártir, el siempre cordial y fogoso José Antonio, el ocurrente Muñoz Seca, el engolado Maeztu y García Lorca, el gran cautivador cuyo fusilamiento se resiste a aceptar su amigo argentino al final de estas páginas. Otros morirán algo más tarde en la cárcel (Hoyos y Vinent, Miguel Hernández) o el exilio (Antonio Machado, Azaña, Juan Ramón Jiménez, Prieto, Largo Caballero, Jiménez de Asúa?); unos cuantos se afiliarán con resignación o entusiasmo a la España franquista (Gómez de la Serna, Benavente, Manuel Machado, Marquina, Baroja?); y unos pocos regresarán del destierro con las manos abiertas como Alberti o con el puño retórico todavía cerrado dentro del bolsillo. Lo dicho entonces constituye, pues, la materia prima de este libro. Su materia oscura es el abismo que muchas de esas palabras excavaban y por el que todas se precipitaron.
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