Los Seres Absolutos son muy aburridos. Son perfectos, infinitos y todopoderosos. Incluso necesarios. Pero son aburridos. Un Padre, en cambio, por mucho dios que sea, es otra cosa. Y si fuera lo mismo por exigencias del guión, sería distinto por esas locuras del alma propias de un amor gratuito.
Desde esta perspectiva -puntualiza el autor-, la creación salida de sus manos es el mejor regalo que un padre pueda hacer a sus hijos y la gran oportunidad, sobre todo, de revelarse y encarnarse en sus barrios y en su propia vida cotidiana.
La fe, más que creer, es estar con Dios. Y el «oficio de creer» es el aprendizaje y la artesanía de descubrir, como en un jeroglífico, los signos de esa presencia. Sentir la vida para creer lo que se vive y llegar a creerse lo que se está creyendo para vivir lo que se cree.
Y, lejos de un espiritualismo «todoceleste» -añade con un toque de humor-, la fe del «creyente todoterreno» será entonces el fondo que queda cuando se apura la vida. El sueño cumplido de una Nueva Creación. Aquí, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.