No hay muchos directores cinematográficos que hayan mantenido de forma duradera un ritmo de producción de tipo industrial; son pocos los que, firmando una película cada año, logran un buen nivel medio; y son poquísimos los que con el ritmo de trabajo de Woody Allen pueden exhibir unas cuantas piezas magistrales. Es cierto, sin embargo, que el registro del cineasta neoyorquino resulta limitado o, por decirlo de forma positiva, muy concreto. Su vocación consiste en reproducir una y otra vez sus sueños de infancia, hechos de grandes apartamentos en Manhattan, dinero ilimitado, elegancia, clase y música de los años cuarenta. Y fabrica miniaturas, pequeños objetos preciosos como los huevos de Fabergé o los cuentos de Jorge Luis Borges. El adjetivo grandioso no va con él. Incluso sus películas más maravillosas son por definición obras menores, pero de una exquisitez suprema. Hablamos de títulos como 'Annie Hall', 'Manhattan', 'La rosa púrpura de El Cairo', 'Hannah y sus hermanas', 'Delitos y faltas', 'Match Point'...