Hay lugares en el mundo que no pertenecen a ningún país. Son terra nullius, tierras de nadie. En Europa hay una, entre Serbia y Croacia, en la orilla oeste del Danubio. Su nombre es Gornja Siga. Para los pescadores locales no es más que un barrizal, pero para Vít Jedlicka y sus amigos libertarios es un espacio virgen para la imaginación. El suelo soñado sobre el que levantar su micropaís: Liberland.
El lema nacional es «Vive y deja vivir» aunque bajo la brillante promesa de libertad yace el deseo de crear un paraíso fiscal que tiene por nuevos dioses al bitcoin y a la propiedad privada. Una utopía anarcocapitalista en el tuétano de Europa, justo en la frontera entre dos países que aún intentan reparar el desgarro del nacionalismo y que ven con horror la estampa de una nueva bandera ondeando junto al Danubio.
Timothée Demeillers y Grégoire Osoha han viajado hasta allí para narrar los contratiempos y las derivas de Liberland y su presidente Vít Jedlicka. Un personaje quijotesco que vive en una eterna gira mundial para recabar financiación y reconocimiento. Que ve la investidura de Donald Trump desde las primeras filas. Que da conferencias en think tanks de ultraderecha y es aplaudido por salones de criptoentusiastas. Que intenta participar en la Copa Mundial de Fútbol de las naciones no reconocidas junto a Abjasia, Rutenia subcarpática o Laponia. Que colabora en un concurso de belleza organizado por proxenetas en el que oportunamente gana Miss Liberland. Que se mueve con soltura en una red de falsos cónsules, políticos de pega y estafadores profesionales. Viaje a Liberland cuenta la odisea de un país ilusorio y la de sus ciudadanos alucinados con la libertad y el dinero.