La obra de arte siempre ha sido reproducible. Los antiguos griegos ya sabían fabricar en serie esculturas de bronce o terracota y monedas. El invento de la xilografía hizo posible la reproducción mecánica del dibujo y el de la imprenta hizo lo propio con la escritura. Con la llegada del siglo XIX, las nuevas técnicas de la litografía y, poco después, la fotografía consiguieron multiplicar la imagen a un ritmo cada vez más vertiginoso. Pero hay algo que se atrofia con la reproducción técnica: el aura de la obra de arte. Aquello que la hace única, irrepetible. Estas «tesis para la lucha» de Walter Benjamin dejan de lado conceptos ya obsoletos para la teoría del arte como los de creatividad o genialidad (aprovechables ayer y mañana por el fascismo, generalizados hoy por la cultura del emprendimiento) e introducen un diagnóstico extensible a los ámbitos de la política o la economía, pues, si la invención de la fotografía coincidió con la irrupción del socialismo, el arte reaccionó a su reproducción masiva con la autorreferencialidad. Es decir, con el arte por el arte, esa teología del arte puro que rechaza toda función social. El fascismo busca su salvación en dejar que las masas se expresen mientras impide que hagan valer sus derechos. A lomos de esta reflexión, Benjamin vio venir ya, a lo lejos, los quince minutos de fama vaticinados por Warhol, la pornografía de la pobreza del reality show y las estériles discusiones de las redes sociales. La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica es también un breve tratado sobre el potencial liberador del cine o un aviso contra los riesgos de la comunicación de masas. O viceversa. Porque, a cambio, y casi un siglo antes del boom de la autopublicación, el filósofo alemán también supo intuir la fragilidad de la frontera entre la esfera del autor y la del receptor: cada vez más gente podía lanzarse a escribir gracias a la popularización de la imprenta y, más tarde, de la sección de Cartas al director de los periódicos. La actual era digital que ya vislumbró Benjamin no rompe con la anterior: es su continuación. Este librito, que concluye con una última advertencia: contra la guerra como espectáculo, como meta suprema del imperialismo, es uno de los textos (así, en general) más influyentes del siglo XX, ahora rejuvenecido por la nueva y flamante traducción de José Aníbal Campos. Algo que queda claro ya desde su mismo título.