El avance actual en la ciencia y en la medicina, paralelo a un desarrollo social a través del progreso de políticas sociales y de los servicios prestados por el Sistema Nacional de Salud, ha derivado en un aumento de la esperanza de vida y en un retraso en la llegada a la última etapa de la vida, la vejez. La afectividad o la edad fisiológica son dos procesos que atraviesan el temido punto de no retorno: el envejecimiento. Este proceso subraya la importancia del reto social que supone insertar dicha fase en el consabido Estado de bienestar. Quizá por ello, la OMS define, en su documento Envejecimiento activo: un marco político, el paradigma del envejecimiento activo como “el proceso de optimización de las oportunidades de salud, participación y seguridad con el fin de mejorar la calidad de vida a medida que las personas envejecen. Se aplica tanto a los individuos como a los grupos de población. Permite a las personas realizar su potencial de bienestar físico, social y mental a lo largo de todo su ciclo vital y participar en la sociedad de acuerdo con sus necesidades, deseos y capacidades, mientras que les proporciona protección, seguridad y cuidados adecuados cuando necesitan asistencia”.