Nube de testigos es una expresión arrancada de la Carta a los Hebreos. Pueden ser hombres o mujeres de la más variada procedencia. Creyentes, agnósticos; acaso ateos militantes que, inesperadamente, se han sentido cuestionados por una Presencia que jamás habían creído posible. Dirigirse a ellos en el estilo coloquial de una carta amistosa es una experiencia impagable. Estás hablando con alguien de carne y hueso como tú, que no viene a pronunciar un discurso ni a defender una teoría; que está ahí sin otra pretensión que intercambiar contigo una mirada. El idioma de los testigos es la vida. Y, como dice el obispo Pedro Casaldáliga en su carta introductoria, «en nuestros tiempos de imágenes e impactos las palabras fácilmente resbalan en una conciencia solicitada por mucha mentira y frivolidad; por eso exigimos tocar imágenes vivas, profetas vivientes, testigos en fin». Son ellos los que con su forma de pensar, de sentir, de actuar, de amar -también con sus problemas y sus luchas- nos permiten asomarnos al otro lado de la vida. La sociedad del siglo XXI corre el riesgo de instalarse en su increencia con media docena de argumentos «evidentes», que no alcanzan el verdadero meollo de la realidad. Acercarse a la raíz de la cuestión suprema siempre produce una inquietud saludable.