Los aficionados al cine saben qué es un McGuffin: un pretexto insignificante que, sin embargo, se convierte en el motor de una trama narrativa. Una tontería, irrelevante por sí misma, pero que lleva a las gentes de aquí para allá, les complica la vida y calienta la cabeza. Hitchcock se lo explicaba a otro director, François Truffaut, con un ejemplo, en este caso el de un paquete en el que puede haber cualquier cosa imaginable pero que nadie sabe lo que lleva dentro. Porque lo importante del McGuffin es no abrir el paquete. Cuando se abre el paquete, se acaba el suspense y el cuento se viene abajo.
El nacionalismo es el McGuffin de nuestra izquierda. La tiene entretenida y con el entendimiento sorbido, aunque, como cualquier McGuffin de ley, no vale nada. Algo que incluso los que trafican con esa mercancía empiezan a sospechar.
Las páginas de este libro quisieran abrir el paquete y tasar la mercancía. No es una tarea agradecida. Hay pocos asuntos más fatigosos en los que se atienda menos a datos y razones que los que tienen que ver con el nacionalismo. Insensibles a cualquier argumento que no coincida con sus planteamientos, nuestros nacionalistas contraponen su idea de nación a la nación de ciudadanos. La izquierda, heredera más natural y consecuente del ideal de ciudadanía, del republicanismo político, ha comenzado un camino de vuelta que la ha llevado a recuperar, con otro celofán, la peor idea de nación, la reaccionaria, la que nace en contra de las revoluciones democráticas.