La luz se apaga, la conciencia permanece alerta y quien vaga a través del espacio lo hace también a través del tiempo: el aire está saturado de pasado, hay una triste densidad espectral. Las manos que tantean en la oscuridad giran en el aire como las agujas de un reloj. Pero, en virtud de un terror onírico muy propio de los poemas de José Carlos Rosales (Granada, 1952), esas manos no logran toparse con nada. Las cosas se acurrucan, evitan el contacto. La habitación no solo está a oscuras: está vacía. Como en ella, las palabras cruzan el resto de estos poemas donde el espacio ha perdido sus coordenadas, los límites se difuminan y queda el aire, que todo lo mueve y todo lo llena, que todo lo cambia y no cambia nada.
Erika Martínez