Dos hombres están enterrados cerca en el cementerio de Montparnasse. Uno fue banquero y presidente de la comunidad judía de París, el otro fue artista. El primero era estricto, intransigente, fascinante; el segundo era exuberante, derrochador, bohemio. Son el padre del narrador y Roland Topor, pintor, escultor y escritor. Dos hombres en las antípodas por sus elecciones de vida, caracteres y ambiciones. Ahora, en la muerte, yacen juntos y, en el fluir del tiempo sin fin, casi los conmina a hablarse, a preguntarse como nunca hubiera sido posible en vida. Es esta la cautivadora, irreal ficción que permite a Alain Elkann historiar a su propio padre, su rigor, su moralismo, su desprecio por todo lo que no era convención entre la alta burguesía. Pero también de fraguar un sutil enfrentamiento con un hombre apasionante, un artista. Topor es un personaje que lo fascina. El autor busca a la gente que lo conocía, habla con los editores que le publicaron, con las mujeres que lo amaron, con Nicolas, el hijo que se le parece tanto. Y mientras el narrador persigue recuerdos, fantasmas y realidades, los dos hombres, tendidos en sus sepulturas, conversan como si estuvieran en un bistró, se cuentan sus vidas. Confiesan diferencias e idiosincrasias pero también, y de forma insospechada, algunas afinidades. La narrativa de Elkann, precisa, nítida, esencial, es capaz de narrar lo más difícil y nos ofrece fragmentos de la antigua sabiduría judía: un pequeño gran monumento erigido a la memoria de un padre con el que el diálogo no concluirá nunca.