El calor húmedo y pegajoso de agosto enParma refleja, curiosamente, el estado del comisario Soneri, enfrentado con un caso que arde, que lo involucra cada vez más y cuya solución no es fácil en absoluto y no le da respiro. Francesco Galluzzo, un comerciante del centro, ha sido apaleado hasta la muerte en su casa por unos agresores desconocidos. El móvil del robo es débil, mientras que -tras las primeras investigaciones- parece más consistente el de una «lección» que ha acabado mal. Posteriores investigaciones dirigen al comisario hacia un conocido usurero, Gerlanda, al que la víctima debía dinero y, sucesivamente, a una pista que huele a cocaína.
Sin embargo, con el avance de las investigaciones, el policía percibe que el final de Galluzzo sólo es una nimiedad, un detalle casi insignificante en un diseño más amplio en el que la verdadera víctima es la ciudad, que, inexorablemente, alguien se está comiendo a mordiscos voraces. Una criminalidad de nueva cuña, travestida de sociedades financieras e inmobiliarias intachables, ha reemplazado a la vieja guardia, constituida por tipos como Gerlanda que ya sólo sirven para la jubilación.