Isla de Elba, otoño del 8 d.C. (¿o quizá del 9?). Ovidio pasa unas «vacaciones» en casa de su amigo Máximo Cota (Ponto II 3, 83). Una terrible noticia le llega. Mediante un decreto de Augusto, recibe la fatal orden por la que se le destierra a Tomis (la actual Constanza rumana), en la nación de los getas, a orillas del mar Negro. Ovidio estaba en su momento de máximo esplendor literario, reconocido por sus coetáneos como el mejor poeta vivo, y después de haber glorificado a Julio César y divinizado como Júpiter al propio Augusto en sus todavía inacabadas Metamorfosis. Revalorizar la obra ovidiana del destierro, en la que describe su sufrimiento y la nostalgia de la patria y de la vida junto a los suyos, es una tarea siempre necesaria. El lirismo de pasajes tales como la elegía de la última noche en Roma o los dedicados a su esposa hace de Tristezas y Pónticas –cuya belleza formal sólo es comparable a la profunda y embriagadora melancolía que connotan sus versos– unos textos únicos merecedores de ocupar un lugar privilegiado en la historia de la literatura universal.