El Imperio romano en la época en que nació Jesús, era poco más que el patrimonio personal de una serie de gobernantes más o menos autocráticos nacidos o conectados por vía adoptiva con la familia de Julio César y de su sobrino-nieto Augusto. Ambos políticos, probablemente dos de las personas más influyentes de la Historia universal, fundaron un Estado que mantenía las apariencias institucionales de la vieja República oligárquica romana, pero que en el fondo funcionaba como una autocracia férreamente dirigida por emperadores que sustentaban su poder en el dominio de las legiones romanas y la manipulación de los deseos del pueblo y del Senado.
Cuando murió Nerón, el último representante de los Julios y los Claudios, la dinastía fundada por Augusto, se puso en entredicho la Constitución romana en su vertiente imperial: una sucesión de generales intentaron hacerse con el poder y fundar sus propias dinastías, durante un año, el 69 d. C.: desde generales que se habían rebelado contra Nerón, como Galba, perteneciente a una antigua familia republicana, a Otón, que reivindicaba el nombre de Nerón y sobre todo su forma de gobernar. A ellos sucedieron después Vitelio, de familia también antigua, pero que había menguado con los Claudios, y Vespasiano, el hombre nuevo, de baja extracción, que fue el que finalmente triunfó.En esta crisis del año 69 d. C. se pueden, pues, observar las características del poder romano, la composición y fuerza de sus legiones, y el carácter y principios políticos de los diferentes emperadores.