Tal vez la realización más maravillosa de la mente humana sea el complejo estructural tan vasto como imponente de la ciencia moderna. En cambio, su origen, desarrollo y conquistas constituyen una de las partes menos conocidas de la historia, y apenas si han entrado en la corriente de la literatura general. Los historiadores relatan las guerras, la política, la economía; pero nos dicen poco o nada sobre la génesis y desarrollo de esas actividades que sorprendieron los secretos del átomo, que descorrieron ante nuestros ojos los misterios profundos del espacio, que revolucionaron las categorías filosóficas y nos proporcionaron los medios de elevar nuestro bienestar material a un nivel que está por encima de cuanto pudieron soñar las generaciones pretéritas.
Los griegos identificaron la filosofía y la ciencia; la Edad Media incorporó las dos a la teología. El método experimental, aplicado al estudio de la Naturaleza después del Renacimiento, condujo al divorcio entre unas y otras. En efecto, mientras la filosofía natural se basó en la dinámica de Newton, los discípulos de Kant y Hegel aislaron la filosofía idealista de la ciencia contemporánea; y ésta, en justa reciprocidad, optó bien pronto por prescindir de la metafísica. Luego la biología transformista y la matemática y la física modernas, por una parte, profundizaron el pensamiento científico y, por otra, obligaron a los filósofos a tener en cuenta a la ciencia; y así ésta vuelve a tener sentido para la filosofía, la teología y la religión. Mientras, la física, que por tanto tiempo buscó y halló los moldes mecánicos de los fenómenos sometidos a su observación, parece como si al fin hubiese llegado a los umbrales de un santuario en el que fallan los moldes, a la entraña de cosas fundamentales que «ciertamente no son mecánicas», como dijo Newton.