A mediados de los años setenta, tras largas décadas de autoritarismo, los dos grandes Estados de la Península Ibérica iniciaron por caminos bien diferentes sus respectivos procesos de transición hacia la democracia. Esta coincidencia temporal no es meramente casual, sino que responde a la fuerte interdependencia estructural perceptible entre ambas sociedades, lo que remite a la existencia de una realidad peninsular que ha condicionado ?y condiciona? el devenir histórico de ambos países. Esta interdependencia no significa que las transiciones peninsulares presenten una relación causal inmediata ni que una influyera decisivamente en la otra. Pero sí que la completa comprensión de ambos procesos sólo es posible desde una perspectiva global comparada. Aunque la relación estructural es incuestionable, las vías hacia la democracia fueron bien diferentes. Portugal ensayó una revolución que amenazó con desembocar en algo bien distinto de la democracia liberal. En última instancia, un modelo de exclusión de una parte importante del país adscrita a posiciones de centro-derecha. El mito revolucionario estuvo a punto de cuajar, aunque una fuerte reacción social y la vigorosa presión internacional terminaron por reconducir el proceso político hacia un sistema de democracia pluralista y participativa. En España el ejemplo portugués fue esencial para encauzar la transición por la senda del consenso inclusivo y de la renuncia a maximalismos políticos de escasísimo apoyo social. Los proyectos alternativos a la democracia fueron limitados pero enormemente influyentes aunque, finalmente, la convicción democrática de la inmensa mayoría de la sociedad española acabó imponiéndose. En definitiva, las transiciones española y portuguesa reflejan el alto grado de interdependencia estructural existente entre ambas sociedades fruto de una muy compleja relación de vecindad que ha oscilado históricamente entre los impulsos anexionistas españoles y los deseos portugueses de preservar a toda costa su identidad. En este marco contradictorio y conflictivo, al mismo tiempo que apasionante, la democracia abrió una nueva posibilidad de entendimiento entre dos sociedades entrelazadas por la historia y por el hecho de compartir.