La comunidad primitiva, integrada inicialmente por los seguidores de Jesús, tuvo que ir explicitando, a partir de la vida y la enseñanza de su Maestro, el misterio de su persona y el sentido salvífico de su actuación y su obra. Una explicitación que continúa a lo largo de la historia hasta el presente. ¿Cabe decir por ello que la cristología actual -después de dos mil años de reflexión teológica- es más rica y profunda que la cristología de la comunidad primera? No. Una respuesta adecuada a esta pregunta requiere tener en cuenta los niveles distintos de comprensión, condicionados por la diversidad tanto del contexto religioso como del cultural y el social.
En una primera instancia destaca sobre todo la dialéctica «vivencia-concepto». La vivencia remite a la experiencia más honda que acompaña al vivir humano: un conocimiento que acaece más por contacto o impresión, vinculado a la densidad de la presencia y la relación personal y a la comunión vital o el amor, y como tal dotado de una riqueza y una profundidad que desborda la posterior formulación explícita. Este conocimiento hondo, vivencial, de Jesús fue el que tuvieron aquellas personas que convivieron estrechamente con él: María, su madre, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51: referido a la infancia de Jesús), José, los Doce y los primeros discípulos y discípulas que convivieron con él. Así, aunque ellos habrían sido incapaces de formular una cristología tan elaborada como la de la teología posterior, su experiencia singular acerca de Jesús les permitió sin duda intuir su realidad misteriosa desde unas claves contemplativas que superan y desbordan el posterior conocimiento lógico (o «teo-lógico»), de carácter más discursivo: analítico o conceptual.