Hablamos de los 20 años de casados. En efecto. Y muchos añadirán los de noviazgo. Pues ¡vale! Pero hemos de puntualizar que no es el 20 un número mágico en sentido alguno. Para muchos 20 años no es nada y para otros en 20 años todo ha cambiado. Suele ser la etapa conyugal en que se alcanzan los cuarenta y pico, los hijos salen de casa o nos necesitan menos —¡aparentemente!—, el nivel profesional alcanza su cenit, se vislumbra el que sólo se vive una vez, la economía ya alcanzó buenas cotas, etc. Es un momento que llama a la crisis, a la necesidad de renovar el amor, de apartar la rutina que se apegó a la vida del día a día y que exige nuevos ardores, manifestaciones y contrarréplicas. En los estudios sociológicos que analizan las recientes y sorprendentes cifras de rotura matrimonial se detecta como uno de los dos periodos de especial vulnerabilidad para la continuidad de la pareja. Esos periodos la ruptura, y la cada vez mayor facilidad legal para consumarla, disparan las cifras hasta extremos increíbles. Con la banalización —ética, psicológica y social— del compromiso matrimonial son abundantes los elementos disolventes que afectan a la vida conyugal y familiar. Al mismo tiempo, apreciamos las consecuencias de tantos matrimonios que saltan por los aires: hombres y mujeres descalabrados, hijos descentrados por la psicopatología, las adicciones o el fracaso escolar, jóvenes que no pueden creer en el matrimonio o en la fidelidad porque así quedó impreso en las carnes de su propia memoria, etc. Es una etapa de la vida —cinco años por encima o por abajo— en que es oportuno echar cuentas y reparar la propia vivencia familiar si es que lo requiere. Y posiblemente haya que empezar por reenamorarse…