Está claro que siempre es gratificante considerar que el progreso de la Humanidad es el logro supremo de nuestra racionalidad, de nuestra capacidad de pensar. Pero esa misma reflexión me obliga también a aceptar más de lo que probablemente esté dispuesto a reconocer en muchas ocasiones: que mi conducta es también producto de mi racionalidad, de mi modo personal de pensar, y que éste, por tanto, resulta ser el que configura el talante de vivir del hombre en cada rincón de la Tierra y a lo largo de cada renglón de la Historia. En el progreso, el hombre se reconoce, de su comportamiento a menudo se avergüenza y en la demencia se exculpa. Mi racionalidad, ese personal modo mío de pensar, explica suficientemente mi propia historia, allí donde me encuentre. Mi racionalidad hace que cada una de mis conductas sea o haya sido anteriormente el resultado de una valoración de mí mismo ante la realidad por mí evaluada. Desde esa experiencia, habida en un constante ejercicio de mi racionalidad, voy estructurando mi autoestima, que es la que guía cada una de mis conductas, conformando así mi talante de vivir, fiel reflejo de mi modo de verme ante la realidad, de mi autoestima. Por tanto, mi pretendido modo de ser puede cambiar.